domingo, 28 de febrero de 2010

Este hombre que huele a orín
a heces e inmundicia,
a muerte en vida;
a ácida lágrima que se desperdicia.

Ya no importa el golpe,
ya nadie teme por la silla,
ya no enfila hacia la salida;
ya el sol no borra su sombra.

Por hay anda el viejo tarambana,
con las suelas en mitad de la panza,
con enfermos colores en la cara;
acuestas con su espejo de derrota.

Recoger los dientes del acantilado,
clavad le la cruz en el costado,
tallad su nombre en el ciprés alejado;
y guardar en la caja huesos como abalorios.

triste donante del cólera,
de la sangre infectada,
del alma apesadumbrada;
y de la oscura piel de la añoranza.

En la ciénaga donde se apaga el grito,
tras la puerta asediada y corrompida,
hay donde se desmenuza la agotada alma;
donde cada trago aleja mas el remo.

Las raíces se enredan ya en su beso,
y su pelo espeso
pronto sera la hierba
que recorte el jardinero.

Ya se les hace la boca agua
solo de pensar en tus miomas;
a los escarabajos y gusanos
del aledaño cementerio.

Y asoma la tela del sarcófago,
ya el enterrador se ocupa de tu deshonra,
ya el esqueleto se despoja de las sobras;
ya los ojos solo ven sombras.